Un cuento al día mientras dure la cuarentena.
Durante la mañana de cada uno de los días que dure la cuarentena, publicaremos en nuestra web Libreriodelaplata.com y con la complicidad de sus autores y/o editores, un cuento.
Editoriales como Alfaguara, Candaya, Contraseña, Edicions del Periscopi Errata Naturae, Impedimenta, Jekyll& Jill, La Navaja Suiza, Las afueras, Libros del Asteroide, Literatura Random House, Males Herbes Minúscula, Nórdica Páginas de Espuma Periférica, Raig Verd, Rata_Books, Salto de Página, Sexto Piso y Tránsito ya forman parte de la propuesta, así que de todas ellas podremos leer relatos.
A quedarse en casa, cuidarnos mucho y leer, tejiendo esta gran red.
‘Sofía’ de Laura Ferrero
I will not wait to love as best as I can.
We thought we were young and that there would be time to love well sometime int he future.This is a terrible way to think. It is no way to live, to wait to love.
Dave Eggers, What ist he What

Quiero contarte una historia de amor, la tuya. Aunque sabrás, supongo, que no todas las historias de amor acaban bien. Esas cosas pasan, Sofía. Pero, claro, qué te voy a decir a ti, que ya lo sabes todo.
Llevo tiempo pensando en cómo contarte esto. Por dónde empezar. Los comienzos son importantes: condicionan el resto de la historia. Conocí a tu padre en la universidad. En esa época éramos solo dos chicos amables y guapos. Inocentes. Ahora los dos tenemos algunas arrugas más en la frente, en la comisura de los labios. Arrugas también, si me permites la cursilada, en el corazón. Pero entonces no. Éramos dos buenos chicos con la vida por delante. Teníamos muchos sueños, ambiciones. Por aquel entonces, cada uno tenía una pareja, pero ya sabes lo que ocurre cuando tienes dieciocho años: las cosas vienen y van. No es como ahora, que todo pesa y amarra. Ahora hay hijos e hipotecas, trabajos indefinidos. Las decisiones antes eran ligeras. Un día podías hacer una cosa, el otro, otra. Todo tenía un peso relativo. Si no salía bien, había una vida entera para cambiarlo.
Nos pasamos los años de la carrera viéndonos, observándonos. En los pasillos de la universidad, en alguna fiesta, en clase. Nos mirábamos. A veces incluso hablábamos, pero después cada uno volvía a su vida. Tu padre siempre fue un chico serio. A mí me gustaba imaginar que un día, después de muchos años, me lo encontraría y ya seríamos mayores. En aquel tiempo, ser mayor significaba tener veinticinco años y un piso. Decorar una casa, tener un trabajo lleno de reuniones. Tomarse un gin-tonic al atardecer.
Le perdí de vista un tiempo. Acabé mis carreras, empecé la tesis, viajé. Vi lo peor y lo mejor. Acumulé experiencias, porque de niña me enseñaron que en la vida hay que hacer de todo. Me convertí en muchas personas distintas y viví en puntos opuestos del mundo. Tomé buenas decisiones, muy malas también. Incluso hay algunas que aún no he tomado. Entendí que la mayoría de nosotros acabaríamos convirtiéndonos en equilibristas que habitan las lindes de lo escarpado. El abismo estaba siempre ahí. No me malentiendas, no es una metáfora. Los años te hacen entender que hace falta muy poco para echarlo todo a perder.
Durante ese tiempo leí mucho. Comprendí algunas de las cosas de las que hablaban los libros. Las otras las busqué en personas que, a menudo, fueron las equivocadas. No te creas, Sofía, que esto de acertar en la vida es fácil. Pero sobre todo me quedé con una cosa: cada vez hay más piedras en esa mochila que todos llevamos. Peso: esa es la palabra.
El primer libro que leí siendo adolescente fue Carta a un niño que nunca nació, de Oriana Fallaci. Me pareció denso. Pensé que la autora era tonta por tener esas dudas. Debería haber decidido traer al mundo a aquel niño desde el principio. Fíjate. Tenía trece años y creía que en la vida uno toma decisiones por adelantado, antes de que se lleguen a materializar. Como quien se pide una pizza por teléfono. Yo me pedí muchas cosas. Haré esto, haré aquello. Me las prohibí: no haría nunca eso, tampoco aquello. Dije exactamente lo que quería en la vida y definí en lo que me convertiría. Mi madre me lo advirtió: no todo es tan simple como parece.
Cuando cumplí los veinticuatro escribí en mi diario una sola frase: no me quiero morir. Estaba en Perú. Había comprendido que el hecho de acumular experiencias actuaba como resorte contra la muerte, pero que al final nos moríamos igual. Hacer, hacer, hacer. Trenes, aviones, viajes, maletas. Pero yo no me quería morir. Sentía que la vida era como una anguila que siempre se nos escurría.
Un día tuve veinticinco años y me encontré con tu padre en la vieja puerta de la universidad. Hola, qué tal estás. Llevaba traje y le hacían daño los zapatos. Yo tenía el pelo muy largo y seguía mordiéndome las uñas. A partir de entonces nos vimos. Hablamos. Nos divertimos. Teníamos ilusión, al menos por nosotros. Porque éramos los mismos: había pasado tiempo pero nos quedaba toda la vida por delante y la sensación de que ahora podíamos compartirla. Era una especie de segunda oportunidad.
Fíjate que siempre pensé que vendrías, Sofía. Desde mucho antes de que llegaras, hablábamos de ese sueño de tenerte, aunque tu padre nunca estuvo de acuerdo en que te llamáramos así y se reía de mí diciéndome que el tuyo era un nombre demasiado monárquico. Sofía quiere decir sabiduría. Por eso quise llamarte así. Para que nacieras siendo sabia. Al menos un poco más que yo.
La primera vez que te vimos solo eras un granito de arena en una ecografía. Esa eras tú.
Pero déjame que te siga contando. Tu padre y yo nos quisimos desde el principio. No nos quisimos bien, pero lo intentamos. Teníamos miedo de que la juventud se nos escapara y lo hicimos mal. Sí: los comienzos determinan las historias. Sin embargo, teníamos aquel sueño en la cabeza, aquella promesa de querernos. ¿Sabes a lo que me refiero? A la fotografía mental del amor. Pero lo cierto es que cada vez crecía más miedo entre los dos, no queríamos saber. Entre las parejas ocurre: se crean abismos. Nombres y palabras que no pueden pronunciarse. Formábamos parte de un cuadro incompleto y no sabíamos ni queríamos preguntarnos si aquello que estábamos viviendo era lo que nos habíamos prometido a nosotros mismos siendo adolescentes. Uno crece con unos ideales en la cabeza. Yo quería a un padre que quisiera mucho a mi hijo. Él, una familia que no estuviera llena de silencios, de distancia.
Es cierto, todos buscamos lo que no pudimos tener.
Al final, cuando tú llegaste, habían pasado diez años desde que nos conocimos. Teníamos veintiocho, y una semana atrás él me había regalado un vestido bonito después de soplar las velas juntos.
Le quise mucho. Como creo que se quiere al padre de tu hijo. Pero nos perdimos en algún punto. Se nos atascaron los días. Vivíamos en una misma casa pero ya no éramos capaces de encontrarnos. Eso ocurre: la cercanía no tiene que ver con el espacio. Eso es algo que te cuentan de niña.
A veces, con tu padre me pasa lo mismo que contigo. Que no sé adónde se ha ido. Ni dónde está.
Solo sé que un mes después de mis veintiocho, tu padre me acompañó a una clínica que tenía las paredes muy blancas. Me desnudé y me pusieron una de esas batas de papel. Yo cerré los ojos. Piensa en algo bonito, me dijeron. Pero no podía pensar en nada bonito. Unas horas después me desmayé en una cafetería a la que había entrado para tomarme un zumo de naranja. Tenía el estómago vacío y estaba aún bajo los efectos de la anestesia. Me levanté tambaleándome y conseguí llegar hasta el baño. Me caí. Tu padre me cogió y nos quedamos los dos en el baño, abrazados en el suelo. Él me sujetaba pero tú ya no estabas ahí.
No sé si la juventud se pierde en un día. Yo sé que la perdí entonces, en el suelo de ese baño.
A veces, te sorprenderá, te busco entre los niños de los parques. Te comparo con los hijos de mis amigos e incluso me digo que serías más lista y más bonita. Tendrías casi tres años. Eras tú, Sofía. Yo ya lo sabía. Y no supe esperarte. Porque tu padre y yo seguíamos siendo dos jóvenes que no podían sostener a nadie más que a ellos mismos.
¿Sabes?, los hijos que no nacen también cuentan. Los padres que nunca llegan a serlo, lo son para siempre. De alguna manera extraña. De esas maneras que nunca salen en el diccionario.
A menudo tengo la sensación de que en la vida nos vamos quedando con carcasas. Con cosas que tienen una forma reconocible pero que están vacías. Desde que te fuiste tomé una costumbre extraña: no podía dormirme sin antes agarrarme del brazo de tu padre. Lo agarraba con todo mi cuerpo, como si su brazo fuera a salvarme de algo. Como si fuera una rama. Entonces pensaba en ti: en el lugar que damos a los hijos que no nacen. Durante muchos meses, me dediqué a llorar sola en el sofá por las tardes y a ver cómo la lluvia y la nieve caían fuera. Luego, me metía en la cama y me agarraba a un brazo. Me decía que eso no era ninguna vida para una chica joven. Pero, dime, ¿sabes tú acaso qué es una vida?
¿Lo sé yo?
A veces las historias de amor acaban así. En el suelo del baño de una cafetería.
Ahora tenemos más de treinta ya. Tu padre no está, y tú tampoco. Qué poco queda de los hijos que no nacen. Menos incluso que de las parejas que dejan de serlo. Ni siquiera fotos. Tiré la ecografía, la única constancia que tenía de que estuviste aquí dentro. La rompí y no la quise ver más. La vida es así, Sofía. Miras atrás y tardas tiempo en entender el dolor. Porque el dolor cambia pero no desaparece. Adquiere nuevas formas, ocupa distintos lugares.
Y te digo lo que suele decirse: no sé qué nos pasó. Pero te veo. Te imagino caminando. Dando esos pasos torpes que ya solo podrás dar en mi imaginación.
Hace poco me dijeron que cuando pensara en ti encendiera una vela. Pero no lo he hecho. Por eso te enciendo un relato. Para ti, Sofía, porque comprendí las cosas cuando ya era demasiado tarde. Y también para tu padre. Este es un relato para los dos.
Pero perdona, porque estas cosas ya las sabrás. En realidad, Sofía, yo solo quería contarte una historia de amor.
Publicado por gentileza de su autora y de Editorial Alfaguara.
Círculo de lectores confinados
- Día 1: ‘La señora Rapin’, de Eduardo Berti
- Día 2: ‘El trabajo de los ojos’, Mercedes Halfon
- Día 3: ‘Bosc’/’Bosque’ de Natàlia Cerezo
- Día 4: ‘Oxitocina’, de Miguel Serrano Larraz
- Día 5: ‘El señor Zorro’ de Angela Carter
- Día 6: ‘Álbum’ de Alberto Chimal
- Día 7: ‘Gótico’ de Ali Smith
- Día 8: ‘Sofía’ de Laura Ferrero
- Día 9: ‘La pared del costado’ de Santiago Navrátil
- Día 10: ‘El terrícola’ de Yuri Herrera
- Día 11: ‘La niña gorda’, de Marie Luise Kaschnitz
- Día 12: ‘Mi verdadero yo’ de Shirley Jackson
- Día 13: ‘Fábula del tiempo’ de Juan Gómez Bárcena
- Día 14: ‘Cosas de niños’ de David Wagner
- Día 15: ‘Una dulce ancianita’ de Belén Rubiano
Un relato precioso, del dolor y del recuerdo de los que estan ausentes siempre podemos crear alguna cosa. Nos podemos identificar muchos en esta historia de amor.
Extraordinario como el cuento te va llevando de esa historia de amor, que el lector imagina en un primer momento dulce y tierna, a esa otra realidad de la pérdida y el desamparo. Igual que el relato de la vida de los protagonistas que arranca con la fuerza y la ilusión de la juventud y va discurriendo cuesta abajo hasta el desamor y la soledad. Pensando en la letra de Serrat, yo a esa niña la hubiera llamado Lucía. Un texto cargado de sensibilidad que me ha conmovido,
Me transmite desolación este cuento. Esa juventud llena de experiencias, de viajes, de “vida”, de repente se pierde en lo que no fue, en un ‘no lugar’, en una ‘no hija’ que es lo que le quedó de esa vida o que se llevó esa vida.
Son situaciones en las que, como este tiempo extraño que estamos viviendo, muchísimas cosas dejan de tener de sentido.
Un relato sobre cómo pueden llegar a pesar, a doler, las decisiones que se toman; sobre lo que pudo ser y no fue; sobre un amor que no acabó bien tal como nos dice ya al principio… Se habla de pérdidas, de vacíos que nunca van a llenarse y de soledad. Y del amor de una madre que nunca llegó a serlo por una hija que tampoco fue. Un relato triste.
Un relato precioso, breve y simple pero profundo, en el que facilmente puedes sentirte identificado con muchas de las frases que me suenan a sentencias de la vida o verdades universales.
Manuel
He leído un relato muy duro pero escrito con tanta suavidad,paz y sencillez, que al acabar su lectura no dejas de pensar en el dolor que podran tener los que lo hayan vivido.
Manel, ¡cómo te extrañamos en el club de lectura! Recuerdo tus comentarios, años atrás sobre El color de la leche Nell Leyshon o Las hermanas Bunner, de Edith Warthon.
Ven un día a visitarnos, te esperamos con mucho cariño.
Un hermoso relato lleno de esperanzas que se malogran y de enormes ausencias. Me ha dejado triste….
Muchas gracias, Cecilia, por esta iniciativa. ‘Sofía’ es uno de los relatos que más me ha costado escribir y le tengo especial cariño. Aprendí, mientras lo escribía, que, como dice la cita de Dave Eggers, nunca hay que dejar las cosas importantes para más adelante. Un abrazo muy fuerte,
Laura
El dolor de la pérdida expresado con amor, excelente relato. gracias.
Ausencias … la vida está llena de ausencias … de todo lo que pasó y mas duras las que no llegaron a ser. De cosas que no fueron tengo mi vida llena …
Conmovedora historia. Explica el dolor de una pérdida con palabras llenas de amor y sabiduría.