Un cuento por día mientras dure la cuarentena
Durante la mañana de cada uno de los días que dure la cuarentena, publicaremos en nuestra web Libreriodelaplata.com y con la complicidad de sus autores y/o editores, un cuento.
Editoriales como Alfaguara, Candaya, Contraseña, Edicions del Periscopi Eterna Cadencia, Hoja de Lata, Eolas, Errata Naturae, Impedimenta, Jekyll& Jill, La Navaja Suiza, L’Altra Editorial Las afueras, Libros del Asteroide, Literatura Random House, Males Herbes Minúscula, Nórdica, Pagès Editors Páginas de Espuma Periférica, Raig Verd, Rata_Books, Sajalín, Salto de Página, Sexto Piso y Tránsito ya forman parte de la propuesta, así que de todas ellas podremos leer relatos.
A cuidarse mucho y seguir leyendo. ¡Un abrazo!
‘Rudi’ de Caroline Lamarche

«¡Oh, libertad, hermosa libertad: ir
a los campos de verano y dejar
el cuerpo perecedero allí!».
hokusai
Cada mañana, al despertar, la idea de la muerte flota a su alrededor como un ectoplasma. Los miembros le pesan, emerge de una ciénaga persistente. Y ese mundo de tinieblas del que acaba por salir, pese a todo, sigue debajo de ella, sólo la separa de él una película muy fina que la obliga a levantarse rápido pensando en algo completamente distinto.
Sin embargo, salvo por esos despertares difíciles, su existencia con Jean hace que a su alrededor flote, con una persistencia equivalente, una forma de felicidad. Ese sentimiento se manifiesta cada vez que deja, mediante diferentes estratagemas, de pensar en la muerte.
Si tuviera que poner un sólo ejemplo de uno de sus ritos propiciatorios, es decir, de la forma en la que cada mañana sortea con astucia la idea de la muerte para volver a sumergirse inmediatamente en el apacible lago de la insensibilidad, tan pronto como Jean se levanta al otro lado de la pared, hablaría de la familia Smith. De James, Mary y sus seis hijos.
El otoño pasado, debido a una oscura herencia relacionada con la rama americana de su familia, viajó a Nueva York. Más precisamente, puesto que uno de sus antepasados descansa allí, al cementerio de Green-Wood, inmenso terreno arbolado salpicado de estelas y de mausoleos que domina la bahía del Hudson. Mientras vagaba por ese magnífico lugar captó su atención un silbido breve, repetido, que por momentos mudaba en una especie de castañeteo. Pensó en algún pájaro que no conociera. Alzando los ojos, divisó una llama rojiza. Una ardilla. ¿Acaso la alteraba su presencia? ¿O había otro motivo de alarma? Parecía imitar todo tipo de chillidos, el breve piar del mirlo, la estridulación de la cigarra, la matraca de un pájaro desconocido, con una virtuosidad insaciable. Lo que resultaba todavía más extraño era que se desplazaba de un árbol a un matorral y de ahí al tejado de un mausoleo, en un vaivén incesante en forma de triángulo, como si quisiera delimitar su territorio mediante esas manifestaciones sonoras lanzadas sucesivamente desde esos tres puntos del espacio. Chillaba, brincaba a otra parte en silencio y retomaba su partitura de alarma sobre el árbol, el matorral, el mausoleo. Ella se quedó un buen rato sentada en el borde de una tumba, observando y escuchando a la ardilla.
Cuando esta desapareció definitivamente, empezó otra vez a explorar el terreno bajo pretexto de encontrar a su antepasado. Caminaba sin apresurarse, disfrutando del aire y del sol sobre su piel. Desde hacía meses, no dejaba de correr, de precipitarse, para escapar de la idea de la muerte. Y de repente, por el simple hecho de estar a miles de kilómetros, lejos de Jean y de determinada tumbita, todo aquello se interrumpía.
Durante tres horas, se dejó embriagar por la belleza de los árboles y la emoción que irradiaban las estelas, de una sobria elegancia, diseminadas por la hierba. Una de ellas la impresionó particularmente. Sacó su cuaderno del bolso y copió, en una página en blanco:
James Smith 1804-1868
Mary A. Tice, his wife, 1807-1861
Their children
Hannah 1831-35
John T. 1833-35
Charles T. 1838-40
Isaac 1843-44
Melanchton 1846-47
Pamela 1841-50
Delante de los nombres de los niños, escribió: «4 años, 2 años, 2 años, 1 año, 1 año, 9 años». Y garabateó una operación: 19 dividido entre 6 es igual a 3,1666. Lo que significa que el tiempo medio de vida de esos pequeños seres, tomados en su conjunto, había sido de tres años y pico.
Desde que volvió de Nueva York, recita para sí esta página cada mañana al despertar, igual que otros dicen una oración o hacen ejercicios de yoga. Piensa en esos padres, James y Mary Smith, que vieron morir a sus seis hijos y les sobrevivieron sin matarse. Le parece tan inconcebible que se dice que es posible que ella también sobreviva. El caso es que cada mañana, al despertar, abre su cuaderno por dicha página y, mediante el gesto mismo, vuelve a ver el cementerio de Green-Wood y a la ardilla que retozaba allí, imantada por su simple presencia, o eso quiere creer. Cuando reconecta con ese momento, ya no tiene la impresión de caminar sobre un abismo. La acompaña una presencia que sortea el drama igual que una ardilla vuela, por así decirlo, de un árbol al otro.
El hecho tuvo lugar en marzo, pronto hará tres años. En el jardín, los pájaros comenzaban a cantar. msl. No hace falta decir más. msl. Ese acrónimo glacial.
Muerte Súbita del Lactante.
Su bebé.
Rudi.
Vuelve a verlo moviéndose en su cuna, buscando el sueño con ruiditos, y luego, a la mañana siguiente, atrozmente inerte, en la misma cuna, la misma habitación pintada con esténcil y su móvil musical en el techo. El resto se niega volver a su memoria. Su vida se ha detenido en ese espacio en blanco. En él hay un agujero, un momento que en realidad no existió y del que la separa esa película muy fina, anestesiante, una superficie helada que amenaza con partirse en cualquier momento.
¡Cómo dormía aquella noche! Y Jean, a su lado, que roncaba suavemente. Todavía unidos en el sueño entonces. ¿Quién puede comprenderlos, salvo otros padres en duelo? Ella fue la madre de su hijo, Jean fue el padre, juntos lo perdieron y lo siguen perdiendo una y otra vez, cada noche que su muerte los separa. No hablan de ello con nadie y mucho menos entre ellos («—¿Has dormido bien? —Sí, ¿y tú? —Yo también, ten, aquí tienes tu café. —Gracias, cariño»). Tal vez sea ese silencio lo que ha acabado alejándolos, por las noches. Y ese mismo silencio lo que los mantiene, como hermano y hermana, bajo el mismo techo. Parece que hayan dispuesto un vacío entre ellos para dejar que Rudi ocupe todo el espacio, como si, muerto, creciera igual que un niño normal, avanzando con todo su vigor hacia un futuro en el que sus padres deberían haber desaparecido antes que él. La vida es larga. La vida todavía será larga. ¿Volverá Jean por las noches, su cuerpo, sus gestos, sus afectuosas palabras de antes?
Lo que sí sabe es que su pequeña cómplice del cementerio de Green-Wood pertenecía a la especie de las ardillas rojas. La buscó en internet. «La ardilla roja es solitaria, pero a veces la hembra adopta a crías huérfanas». Lo que extraña a los investigadores es que se trata de huérfanos de su propia familia, lo que, dicho de otro modo, significa que esta hembra adoptiva es, por ejemplo, la tía o la abuela, lo que parece indicar que las ardillas rojas conocen perfectamente los vínculos de parentesco con sus semejantes. Cómo han llegado los investigadores a esa conclusión es algo que no ha encontrado en ningún sitio. Simplemente constata que no pasa una semana sin que un periódico o una revista no se haga eco de apasionantes descubrimientos en lo referente a la inteligencia animal. A ella, tratándose de animales, nada le ha extrañado jamás. Si Rudi hubiera podido crecer, lo habrían llevado al bosque, habrían vigilado juntos al ciervo, al zorro, a los escarabajos, al arrendajo, le habrían contado que la ardilla ubica a sus semejantes por sus chillidos y que, cuando deja de oírlos, va a ver qué ha sido de ellos y, si es necesario, se hace cargo de la camada huérfana. ¿Es eso tan extraño, al fin y al cabo? Los niños lo comprenden más rápido que todos los sabios del mundo.
Como la ardilla roja, su espíritu va y viene de un punto a otro. Árbol, matorral, mausoleo / el cuerpo, el espíritu, la muerte / Jean, ella, Rudi. Un territorio en triángulo. Aquel día observaba a la ardilla, y su pena, por un instante, se volvió ligera. El instante en que por fin dejamos de pensar, de alterarnos, de protestar, para desplazarnos hacia un nuevo punto de vista. Un poco como la ardilla, que se calla cuando salta de acá para allá.
Antes de llegar a Nueva York, era distinto. Desde hacía meses se sentía en una jaula de pensamientos de la que Rudi era el centro. Algo se ensañaba con ella, día y noche, que la hacía enfermar de tristeza, un poco como si hubieran obligado a la ardilla a dar vueltas en una rueda sin posibilidad de saltar a ningún otro sitio. Corriendo todo el día, separada de Jean por las noches, se despertaba loca de angustia, como ante la misma muerte.
Sin embargo, seguían siendo atentos el uno con el otro. Ella le hacía a Jean regalos útiles, unas tijeras de podar, un set de cuchillos de cocina, la Nespresso con la que él le prepara el café cada mañana. Los regalos de él consistían, generalmente, en libros cuidadosamente elegidos. Hace poco le regaló un hermoso libro sobre el pintor Hokusai. Por él supo que «el viejo loco por el dibujo», como se llamaba a sí mismo, había ilustrado en sus viejos tiempos un libro titulado Wakan inshitsuden, que significa, en resumen, «Consecuencias de la conducta invisible», consistiendo la «conducta invisible» en un conjunto de «buenas o malas acciones inadvertidas».
«La conducta invisible»: la expresión la conquistó. Le recordó que la existencia de ambos, antes de la muerte de Rudi, no era más que un conjunto «de buenas o malas acciones inadvertidas». Porque durante años, discretamente, Jean y ella habían «picado aquí y allá», como suele decirse, con regularidad, y algo se olían de sus respectivas infidelidades. Aunque jamás hablaban de ello, su forma de indicarle al otro «ahora mismo no estoy disponible», mientras seguían compartiendo la cama, era absolutamente sincera. Esta «conducta invisible» había nacido en gran medida de su convicción de ser personas inteligentes y modernas: casadas pero libres. La cama era lo que los salvaba. Esa gran cama que los reunía cada noche. El hecho de poder estirar la mano para tocar al otro. O tal vez el de desear, juntos, un hijo.
Por lo demás, puede que tener un hijo —y Rudi, su alegría, por fin había llegado— no hubiera cambiado la situación. En cualquier caso, no habían tenido tiempo de averiguarlo. Porque una mañana, esa mañana atroz en la que el médico de urgencia había admitido que era demasiado tarde para Rudi, comprendieron inmediatamente que aquella vida se había acabado. Se mudaron para no volver a ver la habitación, su habitacioncita pintada con esténcil, con el móvil musical en el techo. En otra parte, durante un tiempo, habían seguido llevando pseudodobles vidas, pero todo sonaba terriblemente falso. A partir de entonces, se engañaban mutuamente con un pequeñín muerto, por su causa se evadían para sentir la vida latir en otra parte. Ya no se trataba de un juego para reconocerse mejor. Jean y ella ya no se reconocían el uno en el otro.
Desde hacía un tiempo, dormían en habitaciones separadas. ¿Se habían hecho viejos de golpe? Sin embargo, hace poco, soñó con Jean. En su sueño es apuesto, tierno, feliz —los tópicos encajan a la perfección con ese tipo de fantasías— y hacen el amor maravillosamente. Ella le confía sus secretos, el sueño no aclara cuáles, simplemente se ve hablando con él con sencillez y confianza de «la historia de un hombre, de una mujer y de un niño».
No es más que un sueño, evidentemente. Los días en que piensa demasiado, abre su cuaderno por una página determinada. Vuelve a leer las inscripciones de la estela del cementerio de Green-Wood, los nombres de los niños muertos, las fechas que abren y cierran sus vidas minúsculas. Fantasea con sus padres, James y Mary, con esos diez años de duelo por sus seis amores, pasados frente a frente, antes de, por fin, morir. El padre seguramente tenía sus cosas, su trabajo, su club, tal vez una amante en algún lugar. La madre, ¿qué estrategias empleó para sobrevivir tantos años? Imagina a Mary sentada día tras día ante la estela en la que un día sus dos nombres, el de su marido y el suyo, serán grabados. La ve contemplar la bahía del Hudson, mirar las nubes galopando en el cielo, respirar el aire puro de esa colina que se asemeja al cuadro de un pintor romántico. Puede que llevara algo de comer, incluso una frasca de vino. ¿Había tenido, tras todas esas muertes, un amante, o dos, había fantaseado con abandonar a su marido? En aquella época, eso seguramente era, para una esposa, sencillamente inconcebible. ¿Se emborrachaba un poco? ¿Dejaba flores? Puede que recogiera guijarros, cortezas, y los colocara sobre la losa que cubría a sus pequeños. Un día Mary había distinguido, sobre la hierba cubierta de bellotas, el paso fugaz de una llama rojiza. La siguiente vez, la ardilla había vuelto, soltando unos grititos extraños a pocos metros de la tumba. En otra ocasión, había escalado el roble que la cobijaba y había charlado sólo para ella, como si hubiera decidido adoptar a esa mujer huérfana de sus propios hijos. Entonces Mary se había puesto de pie lentamente, se había colocado exactamente debajo de la rama en la se encontraba la ardilla y se había puesto a hacer unos ruiditos con la boca. La ardilla se había callado, la escuchaba, sí, verdaderamente había tenido la impresión de que la escuchaba con atención. Después la ardilla había retomado los silbidos y los castañeteos que ella había emitido con tanta torpeza, respetando perfectamente el ritmo. Mary no daba crédito a lo que estaba oyendo. Había vuelto a empezar y la ardilla la había seguido, imitando con virtuosismo sonidos cada vez más excéntricos. Un poco como si la hubiera reconocido: ella era de su familia, hablaban el mismo lenguaje. De este modo se habían embriagado la una a la otra, y volvieron a hacerlo, volvieron a hacerlo cada vez que Mary regresó a la tumba, hasta que la pequeña ardilla murió, hasta que Mary murió.
¿Es posible que un animal adopte a una criatura humana? Cada vez que piensa en la ardilla del cementerio de Green-Wood, la llama secretamente «Rudi». Como si Rudi también conociera ese paisaje suntuoso que vela por seis niños enterrados a tierna edad. Es Rudi quien se le apareció bajo la forma de una ardilla roja, él es con quien habló en un lenguaje comprensible sólo para ellos.
Si no es cierto, lo imaginó. Las personas atormentadas por un duelo irreparable ya no creen en el futuro. Pero sí en la imaginación, de donde nacen las historias más descabelladas. Las historias de ella, sin embargo, no inventan otros mundos. Tampoco otros amores. Les basta con ser cómplices de algunas vidas salvajes.
Publicado por gentileza de su autora y de Editorial Tránsito.
Círculo de lectores confinados
- Día 1: ‘La señora Rapin’, de Eduardo Berti
- Día 2: ‘El trabajo de los ojos’, Mercedes Halfon
- Día 3: ‘Bosc’/’Bosque’ de Natàlia Cerezo
- Día 4: ‘Oxitocina’, de Miguel Serrano Larraz
- Día 5: ‘El señor Zorro’ de Angela Carter
- Día 6: ‘Álbum’ de Alberto Chimal
- Día 7: ‘Gótico’ de Ali Smith
- Día 8: ‘Sofía’ de Laura Ferrero
- Día 9: ‘La pared del costado’ de Santiago Navrátil
- Día 10: ‘El terrícola’ de Yuri Herrera
- Día 11: ‘La niña gorda’, de Marie Luise Kaschnitz
- Día 12: ‘Mi verdadero yo’ de Shirley Jackson
- Día 13: ‘Fábula del tiempo’ de Juan Gómez Bárcena
- Día 14: ‘Cosas de niños’ de David Wagner
- Día 15: ‘Una dulce ancianita’ de Belén Rubiano
- Día 16: ‘Èxitus’ de Xavier Vidal
- Día 17: ‘Las medias rojas’ de Emilia Pardo Bazán
- Día 18: ‘El koala asesino’ de Kenneth Cook
- Día 19: ‘La muñeca menor’ de Rosario Ferré
- Día 20: ‘El último hablante de erromintxela (se llamaba Goyo)’, de Paco Inclán
- Día 21: ‘Julio Equis’ de Flavia Company
- Día 22: ‘No hi veus res d’estrany?’ /’¿No notas nada raro?’, de Eider Rodriguez (en cat. y cast).
- Día 23: ‘Bacteria mundi’ de Cecilia Eudave.
- Día 24: ‘Midnight Special’ de Juan José Flores
- Día 25: ‘Todos los tontos tienen suerte’ de Graziella Moreno
- Día 26: ‘Historias del arte (Lluvia) de Clara Obligado
- Día 27: ‘Finestres’ de Elisenda Solsona
La muerte de un hijo es un desgarro, un sentimiento terrible que altera todo a tu alrededor y tu interior.
La protagonista del cuento solo encuentra un ligero consuelo en el dolor de otra madre con una pena igual o mayor que la suya, y busca refugio leyendo cada día las anotaciones de las lápidas de los niños muertos que la transporta a un mundo de fantasías.
En su imaginación, Rudi toma la forma de la ardilla del cementerio con el que puede relacionarse y visionar.
Y es que la muerte es tan rotunda que cuando no podemos acudir a la lógica, como es el caso de la muerte de un hijo, necesitamos agarrarnos a algo que nos alivie el dolor del alma, y cuando lo encontramos nos agarramos a él como clavo ardiente
Un relato duro que habla de lo peor que puede sucederle a alguien como es la muerte de un hijo. La vida ya no vuelve a ser la misma, hay un antes y un después. Habla del duelo de la madre y del padre, y también de cómo la pérdida ha afectado a la pareja, siguen juntos pero distanciados. El consuelo llega a través de la imaginación y el sueño, solo en ellos la vida es más llevadera, y encuentra lo que ha perdido, a su hijo pero también a Jean.