Un cuento al día mientras dure la cuarentena.
Durante la mañana de cada uno de los días que dure la cuarentena, publicaremos en nuestra web Libreriodelaplata.com y con la complicidad de sus autores y/o editores, un cuento.
Editoriales como Alfaguara, Candaya, Contraseña, Edicions del Periscopi Hoja de Lata, Errata Naturae, Impedimenta, Jekyll& Jill, La Navaja Suiza, L’Altra Editorial Las afueras, Libros del Asteroide, Literatura Random House, Males Herbes Minúscula, Nórdica Páginas de Espuma Periférica, Raig Verd, Rata_Books, Salto de Página, Sexto Piso y Tránsito ya forman parte de la propuesta, así que de todas ellas podremos leer relatos.
A quedarse en casa, cuidarnos mucho y leer, tejiendo esta gran red.
‘Oxitocina’, de Miguel Serrano Larraz

Mi hermana siempre decía que era mucho mejor tener un sobrino que tener un hijo. Supongo que nuestra madre habría estado de acuerdo. Según mi hermana, con un sobrino disfrutabas de todo lo bueno, de todas las alegrías de tener un niño cerca, pero sin ninguno de sus inconvenientes. El embarazo, por ejemplo. Y el parto. Los pañales. Despertar a medianoche. Y, cuando crecen, no tienes que reñirles, ni que educarlos, aseguraba mi hermana. La adolescencia, ese misterio, esa sangría. Puedes limitarte a darles todos los caprichos y a dejarte querer. Puedes comprar un pantalón, por ejemplo, pero no tienes la obligación de comprar todos los pantalones y de supervisarlos y de comprobar cómo se desgastan y cómo se quedan pequeños. Puedes ver cómo crecen los niños, sí, pero con distancia suficiente, a salvo de las explosiones y de los agujeros negros. Por no hablar del tiempo, del tiempo que se escapa, de la sensación de que la vida se desplaza lentamente hacia la nada como un barco a la deriva. Yo no podía estar menos de acuerdo con aquellas afirmaciones, aunque fingía que sí. Un barco a la deriva siempre es mejor que un barco que hace aguas por todas partes, que se va a pique, que ya se hunde sin remedio. Yo quería todos esos inconvenientes que enumeraba mi hermana. Yo quería planchar las rodilleras, limpiar culos, poner el termómetro, ir a las revisiones del pediatra. Dormir siempre mal, con una opresión en el pecho. Siempre es difícil llevarle la contraria a una hermana mayor.
Laura era hija de mi hermana, y por lo tanto era mi sobrina. Una niña frágil y fantasiosa que empezó a quedarse en mi casa una vez por semana, después del colegio, cuando acababa de cumplir cuatro años. Nació en octubre. Al principio nos pareció más conveniente que fuera los jueves, que pasara conmigo las tardes de los jueves. Recuerdo la tarde en que Laura, sentada en el sofá, señaló hacia el pasillo con una expresión de goce indudable, con esa mirada brillante que sólo tienen los niños. Era la segunda o la tercera vez que venía a pasar la tarde conmigo, mi hermana aún no había llegado de la sesión y ya empezaba a hacerse de noche, aunque acabábamos de merendar. Seguí la dirección de la mirada de Laura, pero no había nada allí, nadie, sólo mi triste pasillo en penumbra. El suelo estaba lleno de miguitas de pan. Entonces ella me miró fijamente y me dijo, entusiasmada: ¿No lo has visto? ¡Acaba de pasar un fantasma! ¡Estaba asustado como una paloma! Aquel día supe que me había ganado su confianza, porque ya era capaz de inventar junto a mí, de mentirme o de bromear o de ponerme a prueba. Hasta entonces había permanecido en silencio.
Después de las navidades mi hermana decidió que era mejor que su hija viniese a mi casa los viernes en lugar de los jueves. Ella, mi hermana, salía agotada de las sesiones, así que parecía preferible que fuesen los viernes por la tarde y que Laura se quedase a dormir conmigo. Mi apartamento sólo tenía un dormitorio, pero conseguimos una cama plegable, ya no recuerdo cómo, tal vez la trajimos de la Torre, una cama diminuta con un colchón de apenas diez centímetros de espesor. Aquellos primeros viernes de invierno Laura durmió siempre de un tirón, exhausta por los juegos y la emoción de pasar la noche fuera de casa (nunca antes lo había hecho), tal vez también por el misterio de las actividades adultas y casi clandestinas de su madre. Tardó varios meses en despertarse por primera vez en mitad de la noche, como hacía en su casa de forma habitual, al menos según me contaba su madre. Uno de los momentos más felices de mi vida fue la primera vez que Laura empezó a gritar en mi apartamento a las tres o las cuatro de la mañana. En mi cama, en medio de un sueño profundo, me despertó un llanto infantil situado a sólo dos metros de mí y durante unos segundos creí que quien lloraba era un bebé, mi hijo, un hijo o una hija inexistentes (no he tenido hijos, claro) y en medio de ese desconcierto, antes de ir a consolar a mi sobrina, lloré yo también, de alegría y de intuición y tal vez de rabia. Me sumergí en el llanto de Laura y buceé en él como en la idea de otra vida posible. Después me acerqué hasta su cama en la oscuridad y vi que gritaba dormida, con los ojos cerrados y el labio inferior tembloroso, los dedos rojos agarrados al borde del edredón. Le acaricié el pelo y se calmó poco a poco, como si mis dedos le hubieran inyectado alguna droga.
Aquellas estancias periódicas duraron dos años. Compré un cepillo de dientes, una almohada rosa con unos dibujos de animales, un pijama, juguetes, galletas de distintas formas y colores. En su casa dormía siempre con un oso de peluche que le había regalado Jaime, así que yo también le compré un muñeco para que tuviera algo a lo que aferrarse por las noches. Encontré un pato de tela que me cayó simpático desde el principio. Tenía la mirada vacía de los animales disecados o falsos, pero no daba demasiado miedo, porque no parecía real. No era sólido, había algo de gelatinoso en sus movimientos, sólo me costó diez euros. Yo lo guardaba en el armario empotrado de mi habitación y todos los viernes por la mañana lo colocaba con cuidado debajo de mi almohada, y lo primero que hacía Laura cuando entraba a mi casa era correr hasta mi cama para destapar al muñeco y saludarlo. Ella creía que el pato pasaba toda la semana allí, que dormía conmigo. Le daba un poco de pena que el muñeco no tuviera niños con los que jugar. Supongo que mi vida le parecía previsible y aburrida, a pesar de todo. Cada vez que Laura veía al pato, saltaba y chillaba de alegría, como si a lo largo de la semana hubiese llegado a dudar de la fidelidad del muñeco, o de la mía. Le inventamos un nombre, Feldespato. ¿Qué tal estás, Feldespato? ¿Me has echado muchísimo de menitos?, decía Laura, mientras le acariciaba el pico naranja o le besaba las patas amarillas y lo llenaba de babas.
Me encantaba pasar los viernes con mi sobrina. La iba a buscar al colegio con el coche, y pasábamos la tarde escuchando música, pintando, en el parque o en el cine. Hacíamos carreras. Escondíamos objetos. Olíamos hojas y pinturas. Nos maquillábamos. Bailábamos alrededor de una hoguera imaginaria mientras tocábamos instrumentos invisibles. Al final de la tarde preparábamos la cena: le gustaba probar, subida a una silla, cada uno de los ingredientes que añadíamos a la pizza o a la ensalada. Antes de acostarla le leía un cuento. Mi colección de cuentos infantiles creció poco a poco y pasó a ocupar más espacio que mi propia biblioteca. Laura construía verbos a partir de sustantivos: decía «bicicletear», «cuentear», «peliculear», «bocadillar». También decía «mantar» en lugar de «arropar». Cuando estaba con ella el mundo cambiaba de significado y cada objeto se convertía en una acción de maravilla posible.
Perdí a Feldespato. Un viernes por la mañana, nada más despertarme, tuve una extraña intuición, como un hueco que se abría en mitad del pecho. De inmediato vi, o imaginé, la mirada indiferente del muñeco. Busqué primero en el armario, donde lo guardaba siempre, y después, como un acto reflejo, debajo de la almohada. A continuación rastreé sin éxito toda la casa, al principio de forma alocada y aleatoria, después de forma sistemática. Los nervios me llevaron a buscarlo en lugares que llevaba años sin recorrer, en la esquina más inverosímil, debajo de la cama y del sofá, en el trastero, en una gigantesca caja de cartón en la que guardaba cartas y papeles antiguos, fotografías familiares, apuntes de la universidad. Pasé revista a mi vida y me sorprendí de haber sido, no muchos años antes, otra persona. Me sentí culpable. Recordaba que había metido el muñeco en la lavadora el domingo anterior, con las sábanas de Laura, y recordaba haberlo tendido en la terraza, sujeto a la cuerda con una pinza que le atenazaba el ala derecha y le daba un aspecto de sometimiento, como una marioneta en espera de una mano que la llene y la anime. Sin embargo, no tenía la certeza de haberlo colocado de nuevo en el armario, en su sitio. Los gestos repetidos pierden nitidez, se amontonan como calcetines o como camisetas, de dos en dos o de tres en tres, al final es imposible distinguirlos. Por suerte, tenía tiempo y pasé por la tienda en la que había comprado el muñeco perdido. Tenían varios iguales, colocados uno junto a otro en una estantería, las patas colgando, sin vida, como niños que esperan su turno. Todos con la misma postura de cansancio, con la misma expresión de nada.
Antes de ir a buscar a Laura coloqué el pato nuevo debajo de la almohada. Me pareció idéntico al otro, indistinguible. A lo mejor había alguna diferencia, el ligero desgaste del que se había perdido, pero una niña de cuatro años no podía darse cuenta.
Cogí el coche y fui hasta el colegio. A esa hora era imposible aparcar y siempre dejaba el coche en doble fila. Las madres (casi todas eran madres) formaban un semicírculo en torno a la puerta. Los niños de primero de infantil salían de uno en uno y corrían hacia la libertad. Laura solía ser una de las últimas. Caminaba hacia mí sonriendo, pero sin precipitarse, como si ya tuviera una idea precisa del concepto de dignidad.
Cuando llegué a casa con ella, repitió su ritual de todas las semanas y corrió hacia mi cama. Levantó la almohada, sacó el muñeco y se lo quedó mirando. La alegría desapareció de su cara. Me miró a mí. Volvió a mirar al muñeco. Este no es Feldespato, dijo. ¿Dónde está Feldespato?
Tuve que explicarle lo que había pasado. Me disculpé una y otra vez. Es difícil ponerle excusas a una niña de cuatro años. Aún no conocen los códigos, y las explicaciones se enredan, parecen absurdas, no sirven. Pero a medida que hablaba me di cuenta de que ella sentía más curiosidad que decepción. No hubo ningún reproche, ni una sola lágrima. En vez de mirarme a mí, miraba a su nuevo muñeco. ¿Sabes una cosa?, me dijo, por fin. Tenemos que ponerle otro nombre. Ah, claro, respondí. Tiene que tener un nombre. Le sugerí varios: Patoso, Matías, Ánade, Bartolo, Juan Carlos. Ninguno le parecía adecuado. No tiene cara de Bartolo, decía, por ejemplo, mientras examinaba con atención los ojos alucinados del muñeco. Pasamos la tarde así, mirando un pato de tela. Laura se tomó el asunto con mucha seriedad. A mí me costaba aguantar la risa. ¿Cómo había sabido que se trataba de otro muñeco? Fue por la noche, después de que la ayudara a ponerse el pijama, cuando me anunció que ya había encontrado el nombre adecuado. Se llamará Patológica, me dijo. Me quedé sin habla. ¿De dónde habría sacado esa palabra? Porque no es un pato, no es exactamente un pato, dijo. Es una chica, una pata. (Tenía una forma muy graciosa de pronunciar algunos adverbios: no dijo «exactamente», claro, sino «sastamente»: «no es sastamente un pato».) Le dije que entonces tendría que llamarse Patalógica, y no Patológica. Se volvió a quedar pensativa. Se llama Patológica, concluyó, dando por cerrada la conversación.
El sábado, cuando mi hermana vino a buscar a Laura, mi sobrina le contó a su madre las aventuras de la pata Patológica. «Lo mejor de todo», le dijo, «es que no tenemos ni idea de qué ha pasado con el otro muñeco. ¿Habrá salido volando?».
El domingo por la mañana sonó el timbre. La vecina de abajo traía bajo el brazo el muñeco originario, Feldespato. Al parecer había caído del tendedor a su terraza. A lo largo de la semana había pasado un par de veces por casa, pero no había dado conmigo. Se lo agradecí. Coloqué los dos patos, uno junto al otro, y traté de encontrar alguna diferencia entre ellos. Con un rotulador negro tracé una F en la etiqueta del pato que me había traído la vecina y una P en el que había comprado sólo tres días antes.
Al viernes siguiente quise hacer un experimento. Coloqué bajo la almohada el muñeco que tenía una F en la etiqueta. Fui a buscar a Laura al colegio, y cuando entramos en mi apartamento ella fue hasta mi cama, retiró el muñeco de debajo de la almohada y se puso a gritar como una loca: ¡Ha vuelto Feldespato! ¡Ha vuelto Feldespato! ¿Dónde estabas, Feldespato?
Laura decía que Feldespato era un muñeco triste, y que Patológica era una muñeca que siempre estaba contenta. No tenía ningún problema para diferenciarlos. A partir de ese día empezó a dormir con los dos. Cuando se lo conté a mi hermana, me dijo que yo siempre había sido, desde la infancia, una persona muy despistada y, al mismo tiempo, con una enorme imaginación. Seguro que hay algo que los distingue, algo que hasta una niña de cuatro años es capaz de percibir, y sin embargo a ti se te escapa porque siempre estás pensando en otra cosa. Sentí que en esas palabras había algo de reproche. No quise discutir.
Dos años después, cuando acabó todo, Laura se fue a vivir con su padre a Salamanca. Le ofrecí los patos como regalo de despedida, pero no los quiso. Están acostumbrados a tu casa, me dijo, en Salamanca estarían los dos muy tristes y no sabrían qué hacer. No les gustan las ciudades que no conocen. Además, seguro que los cuidas muy bien. Tuve que reprimirme para no llorar delante de la niña.
Sólo unos meses después desperté en mitad de la noche con la certeza de que me estaba ahogando. Encendí el televisor y traté de ver una película. Me comí una mandarina. Era viernes, así que al día siguiente no tenía que ir al despacho. Ya estaba amaneciendo cuando abrí la puerta del armario. Saqué los dos muñecos y les pasé la mano por la tripa de tela. Me fijé en las etiquetas y me di cuenta de que las letras que los distinguían se habían emborronado. La P y la F parecían iguales, una mancha vertical. Me pregunté si Laura todavía sería capaz de distinguirlos, de decirme cuál era cuál. Me acordé de mi infancia, de mi hermana, de nuestra madre, de los veranos en la Torre, cuando nos bañábamos en una palangana enorme y llena de bichos. ¿Tú eres Patológica, verdad?, le dije a uno de los muñecos. Devolví al otro al fondo del armario. Espero haber acertado, pensé, mientras me metía en la cama. Me abracé al muñeco con fuerza hasta que me venció el sueño. Cuando desperté, casi ocho horas después, el trozo de tela seguía allí. Fui al cuarto de baño, cogí las tijeras con las que me cortaba las uñas (las mismas que había utilizado tantas veces para cortarle las uñas a Laura) y volví a la cama. Miré al muñeco, miré la etiqueta, llegué a sostenerla entre los dedos índice y pulgar de la mano derecha, pero no me decidí. ¿Y si me equivocaba?
Publicado por gentileza de su autor y de la Editorial Candaya.
Círculo de lectores confinados
- Día 1: ‘La señora Rapin’, de Eduardo Berti
- Día 2: ‘El trabajo de los ojos’, Mercedes Halfon
- Día 3: ‘Bosc’/’Bosque’ de Natàlia Cerezo
- Día 4: ‘Oxitocina’, de Miguel Serrano Larraz
- Día 5: ‘El señor Zorro’ de Angela Carter
- Día 6: ‘Álbum’ de Alberto Chimal
- Día 7: ‘Gótico’ de Ali Smith
- Día 8: ‘Sofía’ de Laura Ferrero
- Día 9: ‘La pared del costado’ de Santiago Navrátil
- Día 10: ‘El terrícola’ de Yuri Herrera
- Día 11: ‘La niña gorda’, de Marie Luise Kaschnitz
- Día 12: ‘Mi verdadero yo’ de Shirley Jackson
- Día 13: ‘Fábula del tiempo’ de Juan Gómez Bárcena
- Día 14: ‘Cosas de niños’ de David Wagner
- Día 15: ‘Una dulce ancianita’ de Belén Rubiano
Preciosa la relació entre tieta i neboda. Molt interessant com desplega una història tendra davant de la tragèdia de la malaltia i el fatal desenllaç, prioritzant la mirada infantil i la importància dels sentiments.
Gràcies per la Proposta del CERCLE DE LECTORS CONFINATS
Hola, Elena, ¿qué tal? En efecto es un cuento estupendo, muy intenso, y el componente de la enfermedad, que atraviesa oblicuamente la historia, plantea la hondura de las vidas de los personajes. Una pregunta: ¿por qué crees que quien narra es una mujer?
Aunque trata de esconder todo el rato el género, nadie se preguntará nunca si no es una mujer, puesto que la actitud, la sensibilidad, la naturalidad de la relación entre dos personajes femeninos, la asunción de roles, la complicidad incluso cuando se maquillan, hace que sea muy difícil plantearse que fuera un rol masculino.
Es un relato al que te quedas enganchado desde el principio. Te esperas algo siniestro con respecto a Laura, la sobrina. Curiosamente, he tardado en darme cuenta de que el narrador, es decir el tío de Laura es un hombre, había creído que la trama se desarrollaba entre dos hermanas y una niña. Tal vez le he atribído el sexo femenino por el trauma que manifiesta por no haber tenido hijos, que inconscientemente me ha parecido atribuíble a una mujer. Esa ambigüedad en el sexo del narrador la he encontrado después en los dos patos. La diferencia invisible entre los dos muñecos, según Laura, está en que uno es pato y el otro pata por un lado y en la postura vital: el pato está triste y la pata está contenta. Creo que es un relato muy rico en todo lo que no cuenta, queda ahí atrás un gran peso de pasados, abarca muchos temas, psicología, sexualidad, familia… De hecho el título ya lo resume: oxitocina. Muchas gracias por esta gran idea de compartir lecturas.
La ambigüedad en el narrador, o narradora, es muy interesante, desde luego, y la relación que estableces con el sexo de los patos es muy acertada, tanto en la posibilidad de deducir la identidad de quien narra como en la relación que puede tener con su carácter, su estado de ánimo, su relación con Laura, incluso. Como bien dices, el cuento sucede también en lo que cuenta y que nos vemos casi obligados a inferir. Está lleno de símbolos que provocan que cada vez que uno lo vuelve a leer, el cuento dé más de sí. Por ejemplo, el hecho de que Feldespato se pierde y que al final del cuento, es Patológica a quien la voz.narrativa elige. Ante esto, además, está el gesto de cortar la etiqueta, quitarle la identidad al muñeco o muñeca. Quizá esto también nos dice algo del propio personaje que narra.
Hola Eduardo, observo que hablas de la enfermedad. Te refieres a la enfermedad psicológica o se podría intuir que la madre está enferma; hay un momento en que usa la palabra “sesiones” que me han sugerido quimioterapia. Y otra regunta, ¿cuál es la razón principal que hace que el cuento sea bueno?
Gracias.
Que bonito y tierno,la dedicación y amor a una niña, aunque no sea tuya.El amor incondicional,ya sea en família o en amistad.
Con un final que cómo la vida no siempre termina bien.
Una ciudad nueva con una familia que ha cambiado, dejar atrás muchos momentos felices, cuando ignorabas la tragedia que se acercaba, y unos patos de trapo que una persona que te quiere había compartido contigo. Que se queden en este espacio. Quizás de esta manera, también se quedarán en el tiempo. Y así, esta persona, quizás también pueda retener un poco de esta felicidad. Ha sido tu generosa decisión.
Los niños y su maravilloso e intenso mundo interior. Laura es un gran personaje, me ha encantado. Lo que dice y el cómo lo dice, no solo utilizando las palabras, – por ejemplo, mediante su sueño intranquilo… -, o el modo de despedirse cuando marcha a Salamanca con su padre dejando atrás ya parte de su niñez. Me ha gustado mucho.
En cuanto a la voz narrativa, la he imaginado masculina.
Creo que conocía este cuento. Me lo habías puesto como ejemplo para un relato que yo estaba escribiendo. Y de nuevo me ha gustado esa sutileza, ese misterio que sobrevuela la historia: la enfermedad de la madre de Laura. En el cuento hay muchas soledades: la hermana enferma, el tío, la niña, cada patito. Quizás ese cortarle la etiqueta a uno de ellos, sea el deseo de fundirse en los otros, de abandonar una identidad que les aísla más que unirlos.
Me ha encantado el cuento, la sutileza, la finura y el ritmo con el que nos lleva por las pérdidas, la evocación y la identidad de su protagonista. Ya ha comentado Eduardo la ambigüedad, la importancia de lo no explícito y lo simbólico, hasta en los nombres de los patos, o del propio título, como también ha señalado Carmen. Curiosamente, los elemenos explícitos, como el título (ese fármaco, indicado para partos) o como la declaración inicial de ella- la hermana- sobre las ventajas de tener sobrinos, frente a todas las cargas de los hijos o el poder desvivirse por ellos-el hermano- , además de subvertir ideas sociales imperantes, refuerzan la ambigüedad, las inferencias y el sentido de la historia.
Salud
No conocia este cuento y me he quedado impresionada… no solo por sentirme reflejada en la relación con Laura, por haberla experimentado y sentido, sino por, como le ha pasado a Elena, pensar que la relación era de una tia con su sobrina. Me ha costado una segunda lectura para darme cuenta que no. No me ha sorprendido que sea así, sino constatar con que rápidez adjudicamos los roles o vemos (leemos) lo que queremos ver (leer).
Es fantástico como el autor con unas pinceladas muy sutiles, un nombre (Jaime?), “… una vida anterior distinta”, nos hace entrever, intuir las historias alrededor del cuento, seguramente a cada uno, una distinta.
Muy interesante la lectura y, tras el comentario de Eduardo, la relectura del cuento. En un primer momento adjudico al tio género femenino, pero en la segunda lectura obserbo que duermen en en camas separadas, me resulta significativo. Esta posibilidad de lectura con la variante tía/tío abre nuevos sognificados y matices al texto. Gracias por la obserbación, Eduardo.
Interesante el contraste entre la actitud vital de la niña y el adulto . La adaptación a los cambios, la aceptación del presente, el empuje de la vida en un ser que percibimos como débil, por su condición de niño, y sin embargo esa misma condición lo fortalece. En contraposición el adulto, sus miedos, reproches e insatisfacciones.
Maternidad, pérdida, muerte , grandes temas planteados con un interesante juego simbólico y hasta con toques de humor ( los nombres del pato) que encierran profundidad en su aparente sencillez.
Me ha parecido muy bonito el inicio del cuento cuando habla de la relación tios/sobrinos que me resulta muy familiar, y luego el cambio necesario cuando hay que cambiar ciertos roles cuando aparece la enfermedad (ya no puede seguir siendo el tio despreocupado). También tiene cierto misterio con la desaparición del pato y como la voz de Laura nos va llevando a esa inocencia y simplicidad infantil que suele facilitar mucho en momentos duros y de enfermedad.
Me encantó! También en una primera lectura adjudique género femenino al personaje “tía” que luego entiendo cómo “tío” lo que hace al relato mucho más emotivo, significativo, profundo, movilizador,…me emocionó mucho esa relación tío/sobrina, tal vez porque soy madre muy feliz, pero no tía… Excelente!
Me ha encantado esta lectura, sobre todo la ternura de la relación con la sobrina y como se muestra a través de los muñecos. Me gusta especialmente la idea que ella relacione el pato con su tío, lo ve triste igual que al tío, en un momento dice:
“Le daba un poco de pena que el muñeco no tuviera niños con los que jugar. Supongo que mi vida le parecía previsible y aburrida, a pesar de todo.”
Creo que gracias a una descripción tan verosímil de una niña de cuatro años, con su lenjuaje, sus juegos, la imposición de sus normas, su mirada, la historia tiene calidez y ternura, y deja en segundo plano la enfermedad de madre y las consecuencias que tiene para los dos.
Cuanta intensidad en tan pocas palabras. Aunque el final es triste para el narrador, al menos la niña va a vivir con su padre. Y quizás sea muy feliz allí. Claro que nos queda cierta duda lde o que haya pasado a su madre.
Precioso. Un relato tan humano que estremece. Oxitocina, la hormona que, entre otras cosas, parece ser crucial para establecer relaciones con los demás. La relación del narrador con su sobrina, con su hermana y con su propia identidad. Y en medio de esta historia de relaciones aparece Patología, para catalizar ese amor entre ellos, y también para estremecerlos de manera individual. Patología, la alegre pata que substituye al triste, y cuyo nombre nace de la mente de una niña que, de forma clarividente, logra transformar su significado original (el relacionado con el desenlace fatal de la madre) en una metáfora de cambio para el narrador. Al menos así lo interpreto, porque el relato de para mucho.
Muy, muy felices de que “Oxitocina” de Miguel Serrano se haya leído y analizado en el Círculo de lectores confinados, esos diálogos en torno al cuento, tan estimulantes y tan necesarios, que ha impulsado el LibreRío de la Plata y , que de manera casi mágica, ha reinventado la apuesta visionaria de Bocaccio hace 668 años: contar historias (historias y más historias) para vencer la soledad y el miedo, para intentar protegernos del vacío y del derrumbe (24 de marzo: 2696 muertos ), para mantener viva (más que nunca ahora) la capacidad de soñar. Y de pensar.
Historias sorprendentes, enigmáticas, hermosas, delicadas, conmovedoras, perturbadoras… Todo ello es “Oxitocina”, un cuento que, cuando lo discutimos en el club de lectura de Candaya, el escritor Eduardo Ruiz Sosa (que lo dirige) no dudó en considerar “un relato estructuralmente perfecto” y al que nosotros le tenemos un cariño muy especial, por razones literarias (es, de verdad, una maravilla) y también extraliterarias. En “Oxitocina”, como en otros relatos de Réplica (el volumen de cuentos al que pertenece), está muy presente el tema de la paternidad, tal vez porque Réplica es un libro que creció con Bruno, el hijo de Miguel, que también tuvo dos patitos llamados “Patológica” y “Feldespato” y que, aun que ahora tiene ya 9 años, sigue teniendo “esa mirada brillante que sólo tienen los niños”. Oxitocina siempre nos ha parecido, entre otras muchas cosas, un homenaje a Bruno, al que creemos reconocer en muchos fragmentos (especialmente en los diálogos de Laura con el narrador) del cuento.
De “Oxitocina” nos gustan muchas cosas, pero para aportar algún elemento más a los inteligentes y emocionantes comentarios que hemos leído aquí (¡y qué elogiosos todos!) van algunas observaciones rápidas. La extraña emoción que provoca “Oxitocina” en el lector creo que, en buena medida, se debe, a esa delicada fragilidad de los tres personajes, ante la que sólo es posible enternecerse: de ese narrador/a que se siente “un barco que hace aguas por todas partes” y añora una paternidad (o maternidad) imposible (“durante unos segundos creí que quien lloraba era un bebe, mi hijo, un hijo o una hija inexistentes”); de Laura “esa niña frágil y fantasiosa”, que tan pronto tiene que aprender a convivir con las pérdidas; de esa hermana (o madre) obligada todos los viernes a ir a “las sesiones” y, al final, definitivamente ausente…
Pero también es fundamental el admirable uso que hace Miguel de los detalles, cómo consigue que esos detalles nimio hagan palpable un mundo interior: “Yo quería planchar las rodilleras, limpiar culos, poner el tremómetro, ir a las revisiones del pediatra.”
Pero también y, sobre todo, es importantísimo la elocuencia de los silencios, de lo que no se dice: ¿ de que son esas “sesiones”?, ”no he tenido hijos, claro”: ¿a qué apunta ese, “claro”?, ¿qué esconde realmente esta frase: “Dos años después, cuando acabó todo”? Y sí, fundamental, también la turbadora ambigüedad de género del narrador o narradora (otro silencio) , que hace más estremecedora su soledad (doy fe de cuántas veces leímos el cuento en el proceso de edición, tanto Miguel como nosotros, para intentar que no se escapase ningún indicio que lo delatase).
Ojalá que pronto, cuando volvamos a la vida y las librerías, vayáis al LibreRío de la Plata de sabadell (o a la librería más querida de vuestra ) y en la larga lista de libros pendientes esté Réplica de Miguel Serrano. Os aseguro que los otros 11 cuentos son tan buenos como Oxitocina. O su inolvidable novela Autopsia. O Órbita, su prodigioso primer libro de cuentos. De verdad que Miguel Serrano es un escritorazo.
Y mientras tanto, un regalo para seguir gozando de “Oxitocina”: la reinterpretación del cuento que hizo el actor de Mario Cosculluela, amigo de infancia de Miguel, en un homenaje que le hicimos a Replica en la librería Antígona de Zaragoza. https://www.youtube.com/watch?v=QmbzVGnmELs
Hola a todos y todas, qué alegría ver que un cuento que escribí hace ya tantos años aún puede proporcionarme un momento de felicidad en estos días difíciles de encierros e incertidumbres. Algunas notas apresuradas: terminé el primer borrador el 3 de junio de 2014, es decir, cuando nuestro hijo tenía cuatro años (la misma edad de Laura, la sobrina del narrador o narradora). Esa versión se publicó en la revista Eñe, por eso sé exactamente cuándo lo envié y lo tuve que dar por terminado, nunca dejo constancia de esas cosas en ningún lado ni las recuerdo. El cuento fue un encargo, que sirvió para que diera forma a una idea que llevaba unos meses rondándome por la cabeza, y que tenía que ver con la identidad (el tema que recorre todos los relatos del Réplica, el libro en el que apareció): en este caso se trata de la identidad de género, aunque intenté que hablara de muchas otras cosas, por ejemplo de los silencios familiares, de la soledad, de cómo los niños cambian nuestra forma de ver el mundo. Tuve poco tiempo, tal vez por eso se ajusta más que otros textos míos a la idea de “cuento canónico”, con una situación y una estructura muy claras. En la versión que se publicó en la revista el narrador sí tenía un género definido, pero no se revelaba hasta la parte final, quería luchar contra algunas ideas preconcebidas acerca de las preocupaciones y la voz que debe tener un personaje masculino o femenino. Es decir: yo quería que el lector o lectora tuviera muy claro el género de quien contaba la historia, a pesar de que no había indicaciones gramaticales que apoyaran esa intuición, y que el descubrimiento final, muy sutil, le hiciera replantearse sus prejuicios. Esa ambigüedad se reflejaba en los dos patos, claro. Sin embargo, descubrí que cada lector hacía una interpretación distinta, no siempre la que yo había previsto, y que por lo tanto era más eficaz que el género no se revelara en ningún momento, un cambio que abría el texto a otras posibilidades muy sugerentes relacionadas con asuntos que me interesan mucho (la transexualidad, o al menos la opción de un personaje “no binario”). El texto que se publicó en Réplica también tiene un final distinto al del original, por sugerencia de Olga y Paco, mis editores en la editorial Candaya (creo ahora que el cambio mejoró mucho el cuento, aunque ni siquiera recuerdo cómo era el final de la primera versión).
No sé si tengo mucho más que decir. He releído el relato por primera vez en algún tiempo, y me ha traído recuerdos de la infancia de Bruno, nuestro hijo, un tiempo que ya no volverá.
Muchas gracias a todos y a todas por la lectura, por el interés, por los comentarios, especialmente a Cecilia, por la iniciativa, y también a Eduardo. Qué ganas de volver al libreRío de la Plata y brindar o charlar por el encierro, por la literatura, por el paso del tiempo.
Fantástico cuento. El relato de una historia que te seduce desde el primer momento y en el que hay una cadencia y una exquisitez únicas con una gran fuerza en todo lo que no dice y si sugiere.
La relación de la persona que narra y su sobrina es tan maravillosamente humana; muestra la unión en los momentos difíciles, la necesidad de establecer o fortalecer vínculos. El personaje de Laura muestra esa fuerza interior que tienen los niños.
Al principio también pensé que era un narrador; al volver a leerlo dudé y me quedo ahí, en ese mundo que sugiere.