Un cuento al día mientras dure la cuarentena.
Durante la mañana de cada uno de los días que dure la cuarentena, publicaremos en nuestra web Libreriodelaplata.com y con la complicidad de sus autores y/o editores, un cuento.
Editoriales como Alfaguara, Candaya, Contraseña, Edicions del Periscopi Errata Naturae, Impedimenta, Jekyll& Jill, La Navaja Suiza, Las afueras, Libros del Asteroide, Literatura Random House, Males Herbes Minúscula, Nórdica Páginas de Espuma Periférica, Raig Verd, Rata_Books, Salto de Página, Sexto Piso y Tránsito ya forman parte de la propuesta, así que de todas ellas podremos leer relatos.
A quedarse en casa, cuidarnos mucho y leer, tejiendo esta gran red.
‘Gótico’ de Ali Smith

Esto me pasó de verdad.
Ocurrió una tarde de primavera de no hace tanto, a mediados de la década de los noventa. Un hombre entró en la librería donde yo trabajaba. Tenía aspecto de empleado de banco, o de contable, o de hombre de negocios; llevaba un buen corte de pelo, traje y corbata. Erguí los hombros. Ya había tenido problemas en el trabajo y no quería más. Aquel hombre tenía pinta de importante.
Por aquel entonces yo trabajaba en una librería más anticuada y mis problemas se debían a que no vestía adecuadamente. Poco antes de aquel día en cuestión había ido a trabajar con una sudadera que llevaba un eslogan de diseño en la espalda. Decía: viste en un sueño la forma de sobrevivir y eso te llenó de alegría. La sudadera escandalizó al personal, me llamaron al despacho del director, me echaron una bronca porque siempre llevaba pantalones en lugar de falda y me dieron treinta libras para que me comprase unas blusas decentes. A los empleados les molestó muchísimo que me diesen dinero para ropa. Los miembros más antiguos, que fumaban un montón, lo consideraron indignante, aunque yo también se lo parecía por no vestir de forma apropiada; los miembros más jóvenes, sentados entre un espeso velo de resentimiento y humo de cigarrillo, opinaron que era injusto y que ellos también se merecían que les diesen dinero para trapitos.
Aquel día en cuestión me había puesto una de esas blusas adecuadas. Las dos que me había comprado picaban y me disgustaba la persona mansa y sosa en que me convertía al llevarlas. Sin embargo, sonreí al hombre que acababa de entrar. No se parecía en nada al otro que estaba detrás de él, plantado frente al estante de La crónica del siglo xx.
Hasta hacía un par de semanas, La crónica del siglo xx había estado expuesta sobre un atril específicamente instalado por el editor con las páginas abiertas en algún momento de mediados de siglo. Los tres empleados que trabajábamos en la planta baja habíamos decidido retirar el atril porque todos los días entraba ese hombre, se sacaba el pañuelo mojado del bolsillo y lo colgaba de la parte posterior del atril mientras leía la Crónica. Todos los días igual: entraba, colgaba el pañuelo, leía durante horas, luego tocaba el pañuelo para comprobar si se había secado, se lo guardaba en el bolsillo del abrigo y se iba.
En aquella librería siempre había gente que hacía excentricidades. Llevaba cientos de años funcionando en un viejo edificio lleno de rincones ocultos, escaleras imprevistas y salas inesperadas. En aquella librería había muerto gente. Los empleados más antiguos siempre hablaban por lo bajo, envueltos en una nube de humo, del día en que uno de ellos encontró una señora muerta entre sus bolsas de la compra, despatarrada, con el abrigo torcido y una expresión sorprendida en su cara, o del día que otro empleado descubrió a un tipo sentado en una de las ventanas de la escalera de la tercera planta mirando al frente, muerto.
Teníamos un hombre que robaba libros y que los devolvía después de leerlos: los colocaba discretamente en su estante y se llevaba otros. Lo llamábamos el Maniocléptico. Teníamos un hombre que se dormía apoyándose en las estanterías. Lo llamábamos el Narcoléptico. Teníamos una mujer que en cuanto entraba cogía lo que hubiese en la mesa de novedades y lo hojeaba muy rápido, como si lo fotografiase con los ojos. La llamábamos la Crítica. A las dos ancianas que siempre asistían a cualquier acto de la tienda para beber vino gratis las llamábamos Gabardina y Señora Bastón (la Señora Bastón se ayudaba de uno para andar). Donde había trabajado al principio, en la sala junto a una escalera de la zona trasera de la segunda planta, siempre teníamos que limpiar porque había gente que orinaba en la sección de Crímenes Reales; los lomos de Muerta al atardecer, El destripador de Yorkshire, Masacre, Crímenes contra la humanidad, Víctima perfecta o el Libro Faber de los asesinatos siempre acababan chorreando bajo la luz del neón. A esos meones los llamábamos los Góticos.
Al hombre del pañuelo lo llamábamos Tóxico. El día que retiramos el atril, los tres empleados nos reunimos en el mostrador central, entre susurros y codazos, para ver qué pasaría. El hombre entró como siempre y se detuvo ante el espacio vacío que antes había ocupado el atril. Luego se acercó al mostrador. Le preguntó a Andrea si podía señalarle dónde estaba La crónica del siglo xx.
Andrea se ruborizó. Era la subencargada de la planta baja. Levantó el brazo y le señaló la sección de No Ficción. Luego dijo: Espere, se lo mostraré. Lo acompañó y localizó el libro. Todos vimos que el hombre lo abría delante de la estantería a una altura adecuada para la lectura, desplegaba su pañuelo mojado y lo colgaba del extremo del anaquel. El pañuelo cubrió los libros del estante inferior. Cuando estuvo seco, el hombre cerró el libro, lo devolvió a su lugar en la estantería y se marchó.
Volvía a estar allí el día en cuestión. Siempre estaba allí. Yo casi veía la humedad del pañuelo evaporándose en el aire, circulando por toda la tienda a través de los ancestrales y crepitantes conductos de la calefacción (aunque en teoría era primavera, las agujas de la iglesia habían amanecido escarchadas, y de camino al trabajo también había visto los infinitos tejados cubiertos de escarcha). Antes, mientras lo observaba, me había planteado dejar de trabajar en la librería. Me había dado la vuelta para no verlo ahí de pie, con ese abrigo del que colgaba un cinturón gris, y había mirado por la ventana las ajetreadas calles del barrio antiguo, la ennegrecida iglesia, las tiendas, los taxis que pasaban y el viento que zarandeaba a los viandantes que aguardaban en el semáforo o se encogían para protegerse del mal tiempo mientras recorrían la calle del museo. La blusa me apretaba en las axilas. Enderecé los hombros y me pregunté si la tela se rompería. Me pregunté cómo sería trabajar en el museo, con sus armiños de ojos vidriosos y los halcones disecados y los zorros acordonados detrás de los carteles de No Tocar, el esqueleto de dinosaurio unido con alambre y tan alto como el majestuoso vestíbulo, el sonido de refinados tacones en el mármol, el ambiente erudito, grave, metódico. Pero probablemente el museo también tendría un código de vestimenta. Probablemente hombres como este también se pasaban allí toda la tarde, tendían sus pañuelos en los huesos del pie de animales extintos y se orinaban en los depredadores. Mientras me erguía me pregunté si habría, en aquella ciudad, algún sitio donde pudiese trabajar sin sentir que entretanto la vida, la vida real, transcurría, de forma más crucial y menos sórdida, en otra parte.
Y entonces entró el hombre bien vestido y se acercó al mostrador. Le sonreí.
¿En qué puedo servirle?, le dije.
Dejó el maletín sobre el mostrador. Era grande, de piel vieja, abultado. Un hombre de negocios no llevaría semejante maletín; quizá no fuese un hombre de negocios, a fin de cuentas. Quizá fuese un académico, pensé, ya que la librería estaba a pocos metros del campus de la universidad medieval; ahora que lo había etiquetado de académico vi que la longitud de su cabello era un poco excesiva, que su traje estaba algo raído y que sus ojos, cuando me miró mientras abría el maletín, tenían una expresión defensiva y astuta. Dentro del maletín vi los lomos resplandecientes de varios libros nuevos de tapa dura. Quizá fuese un cristiano, o un representante de libros religiosos. Torcí el gesto.
Soy escritor e historiador, me dijo. Probablemente habrá oído hablar de mí y seguro que ya han vendido aquí algunos de mis libros.
Mencionó su nombre, que no reconocí, aunque asentí con una sonrisa respetuosa. En aquella época todavía resultaba emocionante que un autor se presentara en la librería; eran los días anteriores a que empezaran a aparecer continuamente, como ocurre hoy. Hoy en día es cansino tener que asociar constantemente una cara o una voz con un libro, para que esa cara, la voz y el nombre, el cuerpo del escritor, se vendan como parte del paquete de 9,99 libras, con diminutos pedacitos del autor o de la autora insertados entre las páginas, a modo de erratas o marcapáginas.
El hombre sacó uno de los libros del maletín y lo depositó en el mostrador. Tenía una fotografía de Hitler en la cubierta. Leí el título al revés. Decía algo sobre la verdadera historia.
Es mi última obra, dijo.
Abrí la boca para redirigirlo a la sección de Historia. Él levantó un dedo para detenerme.
Es la traducción inglesa, declaró. Ya que el libro solo está disponible en esta edición en inglés, tengo que venderlo personalmente a librerías e instituciones como la vuestra, que es la razón de que haya venido aquí en persona. A su debido tiempo estará disponible en una edición más mayoritaria que esta que, como puede ver (volvió el lomo para que viese fugazmente un logo impreso), ha editado una pequeña compañía estadounidense. Pero me gustaría que el libro estuviese disponible de inmediato, cuanto antes, para todos mis lectores, aunque por ahora solo sea posible en esta edición difícil de encontrar y de adquirir. ¿Me comprende?
Asentí.
Sé que a una librera como usted le gustaría tener todas las ediciones disponibles en sus estantes, por una cuestión de principios.
Me dio la impresión de que el hombre esperaba que asintiese, así que volví a asentir.
Nosotros…, dije.
Verá, me interrumpió. Gran parte de lo que nos llega, gran parte de nuestros conocimientos cotidianos, sean temas actuales o la mismísima historia, están profundamente censurados.
El hombre se inclinó hacia mí.
Este libro es, a su manera, una suerte de rebelión contra exactamente eso de lo que hemos hablado, dijo.
Tenía algo de muchacho galante. Sonrió de forma encantadora. La censura, continuó, sonriendo muy cerca de mi cara, es la muerte de la verdadera historia. Podría decirse que es la muerte de la verdad. Todos estamos censurados, todos los días de nuestras vidas. Ya sabe a qué me refiero.
Sí, respondí.
Es esencial que nos resistamos a esta vil censura de nuestras identidades. Por ejemplo, dijo. Han conspirado contra mí de todas las formas posibles. De hecho, ahora mismo existe una conspiración contra mí. En todo lo que hago tengo que combatir a aquellos que conspiran en mi contra.
Ahora él asintió para que le devolviese el asentimiento, lo que hice, aunque no tenía ni idea de qué estaba diciendo.
Y esto significa, dijo levantando el libro, que mi obra se censura a menudo porque escribo la verdadera historia que nadie quiere oír. Escribo la verdad que una conspiración de editores judíos, financiados por una mayoría judía en cuyo único interés la verdad se rechaza a diario, no son lo bastante valientes ni puros para publicar.
El hombre tomó aire. Estaba algo sonrojado. Yo seguía asintiendo, aunque ahora había retrocedido unos pasos. Me pregunté, perpleja, dónde estaría el resto del personal. Parecía que no había nadie más en la tienda, solo yo, el hombre del traje y el hombre cuyo pañuelo se secaba sobre unos libros mientras leía La crónica del siglo xx en orden cronológico.
Ya sabe a qué me refiero, dijo el hombre del traje. Me sonrió; una sonrisa irresistible.
Yo tenía la mano debajo del mostrador y el dedo posado en el botón que llamamos botón del pánico, que se usaba cuando alguien intentaba robar la caja registradora o cuando el personal se sentía amenazado. Pero si pulsaba el botón y acudía el personal de seguridad, ¿qué iba a decir? Este hombre es un fanático. Lleváoslo, por favor. O: No estoy de acuerdo con lo que dice este hombre. Es un embustero peligroso. Expulsadlo de la tienda, por favor.
Toqueteé el botón. Hum, dije.
El hombre sacaba los libros del maletín; ya había diez o más en el mostrador.
No…, dije.
El hombre se detuvo. Me miró a los ojos, con un libro en la mano.
¿Es usted judía?, preguntó.
No, yo… No es… Es que yo no compro libros. No soy una encargada. Hay que ser encargada para comprar libros. Yo no puedo, yo soy solo una…, una.
El hombre parecía enfadado. Por un momento pareció cruel y malvado. Luego se le recompuso el rostro.
Me pregunto si podría llamar al encargado, dijo.
Puedo llamar a la subencargada.
¿Puede comprar libros una subencargada?, me preguntó.
Asentí. Marqué los números en el teléfono. El hombre y yo aguardamos en silencio a que Andrea bajase. Él se miró la uña y se la frotó, impaciente, con el pulgar. Yo me quedé junto al mostrador mirando fijamente un viejo adhesivo despegado que indicaba cómo procesar los códigos de barras. Andrea bajó, pasó por debajo del tablón y se colocó a mi lado, detrás del mostrador.
Lo siento, no vendemos libros como el suyo en nuestro establecimiento, dijo.
El hombre pareció casi complacido. Devolvió los libros al maletín sonriendo vagamente, lo cerró y se fue.
Dios, dije. Joder.
Volverá dentro de poco. Siempre hace lo mismo. Entrará por una puerta lateral, subirá y lo intentará en la sección de Historia. Te apuesto cinco libras. ¿Qué le has dicho?, me preguntó Andrea.
Nada. No le he dicho nada.
Y esto fue lo que ocurrió después. El hombre al que llamábamos Tóxico dobló su pañuelo y cerró la Crónica, pero en lugar de marcharse directamente como solía hacer, se acercó al mostrador. Se plantó delante de nosotras y me miró. Negó con la cabeza. Luego miró a Andrea y se golpeó suavemente la sien dos veces, con un dedo. Loca, dijo. Como una cabra. Y se marchó.
Cuando la puerta se cerró tras él, Andrea me dijo: ¿Sabes? Cada vez que lo veo me avergüenzo de lo que hicimos. Algunas noches hasta me quita el sueño.
Y luego: Vale, tómate un descanso.
Durante mi descanso noté que estaba de un humor de perros. La sala del personal olía a humo. Era un lugar profundamente antisocial. Fue entonces cuando decidí hacer los carteles de No Fumar y colgarlos en las paredes amarillentas. Casi provocaron una guerra universal.
Sin embargo, poco después de todo el jaleo sobre si se podía fumar o no en la sala de personal, me trasladaron a otra librería que la cadena había abierto en la parte nueva de la ciudad. Primero ayudé a instalar los ordenadores que solicitan automáticamente nuevos ejemplares de los libros que han vendido más de tres. Luego me nombraron encargada de la planta baja. Ahora puedo vestir como quiera (aunque siempre voy elegante) y también dejo que el personal vista como quiera, dentro de unos límites.
Desde que me trasladé he estado esperando aque aparezca Tóxico. No lo he vuelto a ver. En esta tienda no tenemos la misma clase de clientes, a saber por qué: quizá porque es un espacio limpio y abierto, con suelos de madera y pulcras hileras de estantes y libros; aquí tampoco orina nadie, no sería fácil pasar desapercibido. La gente ni siquiera suele sentarse en las butacas porque, como sugiere la política de la empresa, las colocamos en posiciones abiertas que hacen que a la larga los clientes no se sientan cómodos. Lo que sí tenemos son prostitutas; no recuerdo que hubiese en la antigua librería. Quizá allí fuese difícil maniobrar, el espacio tenía demasiados recovecos y rincones y no era lo bastante abierto para que la actividad de echar una ojeada resultara inocente. Quizá fuese porque en el antiguo local no había cafetería.
Pero os diré algo. Estoy preparada. Parapetada en el mostrador, detrás de los ordenadores, a la espera. Si ese hombre entra aquí, si ese hombre se atreve a poner un pie en esta librería, haré que lo echen. Creedme. Ahora tengo autoridad y no me lo pensaré dos veces.
Círculo de lectores confinados
- Día 1: ‘La señora Rapin’, de Eduardo Berti
- Día 2: ‘El trabajo de los ojos’, Mercedes Halfon
- Día 3: ‘Bosc’/’Bosque’ de Natàlia Cerezo
- Día 4: ‘Oxitocina’, de Miguel Serrano Larraz
- Día 5: ‘El señor Zorro’ de Angela Carter
- Día 6: ‘Álbum’ de Alberto Chimal
- Día 7: ‘Gótico’ de Ali Smith
- Día 8: ‘Sofía’ de Laura Ferrero
- Día 9: ‘La pared del costado’ de Santiago Navrátil
- Día 10: ‘El terrícola’ de Yuri Herrera
- Día 11: ‘La niña gorda’, de Marie Luise Kaschnitz
- Día 12: ‘Mi verdadero yo’ de Shirley Jackson
- Día 13: ‘Fábula del tiempo’ de Juan Gómez Bárcena
- Día 14: ‘Cosas de niños’ de David Wagner
- Día 15: ‘Una dulce ancianita’ de Belén Rubiano
Hola, Me ha fascinado desde su inicio. Esa primera frase (“Esto me pasó de verdad”) llena de ambigüedad el relato. Me sorprende el estilo directo, preciso y circunspecto con el que, sin asombro, nos cuentan la vida de los dos auténticos personajes: las dos librerías donde la narradora trabajó.
Me resulta un juego de espejos entre la tradición y la postmodernidad, en el que ambas salen mal paradas, un juego además desternillante, lleno de humor e ironía. La primera librería languidece entre las normas inveteradas del vestir, el humo de trastienda, las meadas sobre la sección de “Crímenes Reales” o las muertes de soñadores en la ventana o las muertes cotidianas entre el carro de la compra. En la segunda librería, la postmoderidad se abre paso, llegan los ordenadores, el diseño excluyente, la ausencia de uniformes y también de tabaco.
Atrás queda el Sr. Tóxico, su pañuelo húmedo sobre la “Crónica del siglo XX” o la reflexión moral de su jefa Andrea que le quitaba el sueño. Ahora nuestra narradora, que había ansiado dejar la primera librería – esa que comparaba a los fósiles del museo- es la jefa empoderada y cuando llegue la ocasión, actuará con todo el orden, sin duda alguna.
No sé si la librera o ustedes comparten esta visión, ya me dirán. Ah, no sé tampoco si la librera podría decirnos cuánto de de gótico o de moderno se mueve en la vida del Librerío de la Plata.
Creo que además de lo gótico y lo moderno, son muchas las expresiones que puede haber en el Librerío, tantas como las que libros y lectores construyen.
El primer cuento de La historia Universal va también de librerías, y te lo recomiendo.
Ese primer cuento, titulado como el libro, es realmente genial. No me olvido de esa mosca.
Hola de nuevo, me dejé una pregunta para los editores de Nórdica o para quienes hayáis leído el libro entero de Ali Smith, ¿ todos los cuentos tienen este nivel? ¿El título del libro la “Historia Universal” es un hilo común o de conexión entre ellos?
Saludos
Hola, Miguel. Soy Diego, editor de Nórdica. Respondo a tus preguntas: todos lo cuentos del libro son magníficos, y hay varios que me parecen aún mejores. Este me atrajo porque entre otros temas, visibiliza el oficio del librero y su relación con quienes visitan las librerías. Los doce cuentos, aunque no tienen un hilo común, están escritos como un volumen único, pues transcurren a lo largo de los doce meses del año.
Me gustan mucho los libros que hablan librerías, quizás porque tuve siempre el deseo oculto de tener una. La librería de Penelope Fitzgerald, 84 Charing Cross Road de Helen Hunff, o uno que leí hace poco sobre la experiencia de una librera de Sevilla: Rialto 11 de Belén Rubiano.
¡Me encantó! Tiene gracia, salero y mucho corazón. Lo recomiendo.
Recuerdo el día que entré en el Librerío y le dige a Cecília que tenía ganas de leer algo distinto,dinámico y que me sorprendiera.Como siempre Cecília acertó y me recomendo La historia universal.
Gracias por todos los buenos momentos que me has hecho pasar con tus lecturas recomendadas,y por todos los que quedan
Tal como dice Miguel, la primera frase “esto me pasó de verdad” es genial. Es absolutamente antiliteraria ya que la literatura ha de ser suficientemente verosímil como para no tener que hacer esta advertencia, pero que lo use al principio y con tanto descaro, y con el chorro de literatura que viene después, me parece un guiño de una inteligencia enorme. Hay un fragmento que hace de bisagra entre la primera libreria y la segunda “me pregunté si habría en aquella ciudad algún sitio donde pudiese trabajar sin sentir que entretanto la vida, la vida real, transcurría de forma más crucial y menos sórdida”. Es un reconocimiento de la protagonista de que lo que vive mientras trabaja no es real, que la vida real está allá fuera, y aunque cambia de lugar y hay diferencias sigue inmersa en la irrealidad. No sé si se podría interpretar que mientras se trabaja has de aceptar unos parámetros que chocan que tu forma de ver la vida, y esa falta de libertad la autora la viste de sordidez. Muy osado por mi parte?
Lo he tenido que leer dos veces y encuentro muy acertados vuestros comentarios entre lo nuevo y lo antiguo.
Me gusta como pone en evidencia que en el mundo nuevo todo esta pensado de antemano para que no haya lugar para las individualidades…. Hay sillas pero mas bien te invitan a marcharte que a quedarte sentada en ellas. Es exactamente lo que sucede hoy en dia con los colores, los olores, etc… de los establecimientos de cualquier tipo.
Tambien me hace pensar en como los espacios definen a las personas que los ocupan. Cuando la librera cambia de libreria tiene claro que no va a tolerar ninguna excentrecidad !!
El relato me ha atrapado desde el principio, me ha gustado mucho y a la vez me ha producido un escalofrío, ya que me ha transportado a uno de mis primeros empleos en una librería de Barcelona. Ciertamente parecía que estaba describiendo el lugar donde yo trabajé y sus peculiares clientes. Era una librería grande, tenía planta baja y sótano, una cafetería con terraza, que pretendía ser un lugar exclusivo donde la gente iba más a dejarse ver, que a leer libros, y un “palacete” donde se hacían presentaciones de libros y donde también iban muchas “Gabardinas” y “señoras Bastón”.
Incluso parece que llevábamos las mismas camisas del uniforme!!
Me ha gustado especialmente la caracterización de los clientes excéntricos y la contraposición de lo antiguo y lo nuevo. En esa nueva librería es ella quien lleva las riendas, se siente fuerte y poderosa “parapetada en el mostrador, detrás de los ordenadores”.
Por cierto, la portada del libro es espectacular.
Buf, pues para mí es en el lema de la sudadera prohibida donde encuentro el sentido de todo el cuento. Una frase ingenua exhibida en esta prenda resulta ser un acto subversivo inconsciente en la vieja librería, asfixiante de humo y normas anodinas, donde habitan esos personajes esperpénticos y donde parece que una rutina sórdida se ha enquistado, hasta que aparece el autor. El cambio de librería maquilla esta realidad, pero ahí está la caterva de prostitutas merodeando, a la caza de clientela (¡¿en una librería?! ); la amenaza permanece y ella la espera. ¡¿Qué peligroso soñar la felicidad?!
Creo que los textos de Ali Smith plantean al lector una situación sin resolver. Quiere que el lector use su imaginación para hacer que la historia sea solo un fragmento de un mundo mucho más grande y complejo. No busca acercarse al misterio sino a la realidad, porque así es la vida: una serie continua de extrañas coincidencias y finales sin resolver. Interpela y compromete al lector, le incomoda, pero lo deja libre, en la búsqueda de una solución. Es lo que hace el arte. Cada cuento una joya